A partir de esas celebraciones y símbolos comunes se empieza a cimentar un concepto muy complejo, que es el de la identidad. Un sentido de pertenencia imprescindible para nuestra especie gregaria. Algo que después, en amplios sectores de la ciudadanía, se sigue alimentando en base a tradiciones, expresiones artísticas y eventos deportivos. Es, entonces, cuando nos sentimos parte de algo que nos trasciende, que va más allá de los límites de nuestra propia familia.
Aún sin discutir las bondades de esos estímulos básicos, los argentinos nos debemos, seguramente, reflexiones más profundas.
¿Cómo se traduce, desde la perspectiva actual, el 9 de Julio de 1816? ¿Qué valores encierra o promueve una fecha de estas características? ¿Qué es la independencia de un estado en el siglo XXI?
Para comenzar a ensayar esas respuestas, podemos trazar un paralelo inicial y, probablemente, un tanto simplista: la dirigencia de los primeros años del siglo XIX tuvo plena conciencia de que el diseño de la estructura político-administrativa ya no era suficiente para transitar el camino hacia el desarrollo que el potencial contenido permitía proyectar. Nuevas estructuras, nuevas instituciones, nuevos contratos sociales y hasta nuevos socios comerciales sugerían horizontes más prometedores para los habitantes de ese país latente.
En aquellos términos, ¿cómo se traducía esa vocación? Alcanzando la soberanía sobre un determinado territorio.
¿Cuál es la situación de hoy?
En cuanto a los ideales, muy parecida. Aquellas ansias de desarrollo siguen tan firmes como entonces. Pero como en aquellos años, la firma de un documento, por alto que sea el compromiso que exprese, no alcanza para ordenar todos los factores necesarios para alcanzar el bienestar sostenible.
Los argentinos seguimos deseando ser libres para que nosotros, y las generaciones que nos sucederán, podamos dejar de ser una tierra de promesas para hacer realidad la nación que podemos ser.
El obstáculo para ese noble propósito ya no es el Reino de España, es la falta de educación pública de calidad, es la falta de una infraestructura urbana acorde a los tiempos, es la estructura productiva insuficiente para generar los empleos que nuestra gente
necesita, es el subdesarrollo de nuestras economías regionales, es el sistema de salud que no logra llevar a todos los avances que la época produjo, es la imposibilidad de resolver a lo largo de todos estos años el triste peso de ver a tantos compatriotas bajo la línea de la pobreza y las necesidades básicas insatisfechas.
A todo eso podríamos resumirlo así: no podemos, no queremos, acostumbrarnos a la supervivencia. Necesitamos la dinámica de la superación. Una que nuestro país disfrutó en pocos fragmentos de su historia. Esa esperanza en la movilidad social ascendente es lo nos sostuvo. La que nos llevó a elegir este lugar para depositar los esfuerzos para hacer de él la casa en la que van a vivir nuestros hijos.
Una movilidad que habla más que la dimensión económica, habla de la calidad de nuestras instituciones, las encargadas de garantizar nuestros derechos. Y eso se resignifica en este tiempo cuando algunos de los esenciales, como el de la libertad de expresión, o el derecho a la propiedad fruto del esfuerzo canalizado en el trabajo, o la independencia de la Justicia, vuelven a discutirse.